Lo primero que hizo Rogelio, ya con ocho ceros del lado de allá, fue mirar al Guajiro Muñoz y sonreírle. Probablemente esa misma tarde, quizás, El Ciclón de Ovas se habría dado unos cuantos cañangazos en casa del Gigante del Escambray, y muy probablemente también le sonriera por eso: por la malicia, porque detrás de ese caparazón de puro músculo que se ponía una camiseta con un número 5 tan grande como un monolito, se escondía un astuto embaucador de contrarios. Muñoz — lo dice hasta él mismo — de vez en cuando invitaba a Rogelio, a Vinent y a otros más a que “antes de llegar al estadio” pasaran por su casa para “darse” un par de traguitos; un par de traguitos que se convertían en par de botellas, de las cuales, el Guajiro no bebía ni un vaso.

Así fue que Rogelio le sonrió a Muñoz; con parsimonia, con la calma que tiene un ejército de 5000 hombres apertrechados hasta los dientes entrando a una aldea. Entonces, para rematar su noche, le lanzó una recta dura y alta como un cuchillo, y el Guajiro sacó sus brazos tan rápido como pudo, pero cuando el bate pasó por encima del home, ya la bola había entrado en la mascota de Juan Castro. Muñoz, para seguir con las tradiciones, se ajustó las mangas – como siempre hacía – y se plantó guapo en el cajón. Apenas levantó el bate y ya Rogelio hacía el wind-up. Otra recta, en la esquina de adentro y el árbitro, soberbio, cantó el 2do strike.

Antonio Muñoz
Antonio Muñoz. FOTO: Tomada de Juventud Rebelde

El tercero, unos segundos después, vendría en forma de tenedor, y el Gigante se marchó medio cabizbajo hacia el banco. Pasó por el círculo de espera y se encontró con Cheíto. Cruzaron miradas. El Cheo, muy en el fondo sospechaba que esa no era la noche de la Selectiva, como que el Cinco, tampoco era el Latino. Así que le guiñó un ojo al Gigante y jadeó la cabeza a un lado, como diciendo: “Deja ver que hago”

Y Muñoz arqueó su boca, siguió su camino al dugout y ya a punto de entrar a este, hacia el círculo de espera iba caminando José Feliciano González.

Entonces recordé la frase que Ney me pronunciara en el inning anterior.

  • “Esperamos ver que hacen Muñoz y Cheíto y nos vamos”

Claro, faltaba Cheíto. Estábamos en el 9no inning. Uno abajo en la pizarra. Un out. El ponche de Muñoz.

Y Cheíto raspó con sus spikes la tierra como siempre hacía; afincó su cuerpo a la espera del primer lanzamiento de aquel pitcher pinareño que parecía no perder nunca cuando lanzaba. Arriba, en las gradas, a pesar del frío, miles de cienfuegueros esperaban un jonrón del Cheo, uno de esos tantos, al menos uno, aunque fuese con el bate quemao para igualar e irnos a extra innings quizás; pero el jonrón no vino nunca, porque Rogelio no creyó en el Señor Jonrón, y tan rápido como retirara a Muñoz, así retiró a Cheíto. Entonces el estadio comenzó a vaciarse y el cargabates del Cienfuegos comenzó a recoger todo lo que podía recogerse. Amontonó cascos, guantes, sacos, bates. Sólo quedaron un par de estos últimos fuera. El que tenía El Nano en la mano izquierda entrando ya al matadero, y el que cogió con su mano derecha, Adolfo Borrell, “El Croqueta”

Y éramos doscientos, apenas, dentro, intentando salir por una de las bocas de salida del estadio, cuando Rogelio le lanzó la primera recta a Feliciano. Yo apenas me perdía en el túnel. Miré un último instante a la pizarra. Donde debió estar un strike, no aparecía nada, pero sí al lado, en las bolas, aparecía un número uno.

  • “Vámonos, – dijo Ney – que ni este, ni los que vienen detrás le dan a un melón.

Camino a casa, y en casa

Esa fue la época en que Cienfuegos sólo ganaba con Muñoz y Cheíto, y algunas veces con algo que hacía Sixto Hernández, porque pitchers, lo que se dice PITCHERS, a excepción – y modesta – de Roberto Almarales y de Oscar Gálvez, no teníamos uno. Villa Clara lamentaba no tener a Muñoz ni al Cheo, y nosotros lamentábamos no tener a Riscart, a Riveira, a Montes de Oca… ¡a Rogelio!

Rogelio García
Rogelio García. FOTO: Tomada de Vanguardia.cu

E íbamos hablando de eso cuando sentimos una bulla ahogada en el estadio. Una bulla corta, quizás un murmullo, escasos minutos después que salimos.

“Calabaza calabaza – dije – tremendo juegazo que tiró Rogelio.

Esa fue la frase que le repetí ya en casa a mi viejo, que sentado en el sofá veía los finales del juego entre Industriales y algún otro equipo en la televisión.

“Dos hits; de p…! – apuntalé

  • Dos no, tres, dijo él.
  • Dos, …
  • Tres, ¿o tú no cuentas el jonrón?

El jonrón que nadie vio

Rogelio, muy seguramente nunca olvidará, de los poquísimos bambinazos que le dieron en su carrera deportiva, par de jonrones. Uno, el ya mencionado jonrón que le dio Cheíto en la Selectiva del 1978 y el otro, el más que mediático jonrón de Marquetti en el 86.

Seguramente Rogelio no recuerde el jonrón del cual yo hablo, porque ni el mismo protagonista lo recuerda. Porque retirados Muñoz y Cheíto por sendos ponches, ya no había nada que hacer en el estadio aquel día, aquel noveno inning. Porque Rogelio estaba que era un trinquete. Porque le gente, muy confiada y segura comenzó a marcharse. Porque aquello era “pan comío” y nadie vio cuando al Nano le dieron base por bolas, y mucho menos vieron al “Croqueta” Borrell llegar al cajón de bateo.

Sin un físico impresionante, pero con una notable habilidad para jugar pelota, Adolfo Borrell fue un valioso beisbolista que desarrolló su carrera en medio de una de las etapas más fluctuantes dentro de la estructura del torneo nacional después de 1962. (…) Adolfo no fue un bateador de altos promedios, ni números extraordinarios, pero su talento y desplazamiento en la media luna le valieron un puesto en aquellas novenas villareñas que aterrorizaban las Series Selectivas de finales de los 70 y principios de los 80 del siglo XX. (1)

En las trece temporadas que Adolfo Borrell jugó en Series Nacionales y otras de Selectiva, apenas conectó 27 jonrones en 2599 veces oficiales al bate. O sea, que su frecuencia de jonrones fue algo como uno, cada 96 veces que se paró en el cajón de bateo. En Series Nacionales no bateó más de tres en una.

A fin de cuentas ¿quién coños era Adolfo Borrell, “¿El Croqueta Borrell” para darle un jonrón a Rogelio, en una de esas noches en las que Rogelio era El Coloso de Rodas mismo?

Nadie.

  • “Hasta el propio Rogelio en una ocasión le dijo a Juan Carlos Oliva, que el único que no podía darle jonrón era yo. Y al otro día se lo di. No sé si es ese que tú dices. Lo que sí puedo decirte es que yo a Rogelio le bateaba con cierta facilidad. Yo lo mataba”.
Adolfo Borrell
Adolfo Borrell. FOTO: Tomada de Ecured

Pero la historia, belicosa y veleidosa tiene que tener guardado en algún lugar impreso – ¿un periódico provincial? – a un Borrell brincando de júbilo y a cuatro gatos boquiabiertos (incluyan al mismísimo Ciclón de Ovas si lo desea en el listado) mirando aquella bola que caprichosa y pizpireta pasó rozando al límite de la confusión – según la narración de Digno Rodríguez – el muro del left field.

“Dio en la primera fila de sillas… bueno, eso fue lo que yo oí. Yo pensé que tú lo habías visto”

Ahora, treinta y tantos años después de ese jonrón, un cienfueguero, desde Italia, pasadas la medianoche y a punto de dormir me pregunta:

  • ¿Periodista, tú crees que alguien lo haya visto, o lo recuerde? porque yo, a la verdad, ¡no me acuerdo!

Y ese cienfueguero, ese hombre, es el mismo hombre del jonrón; y su nombre no es Muñoz, ni es Cheíto; su nombre es Adolfo Borrell, el protagonista del jonrón que nadie vio.

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Imagen cortesía de FOTO: Tomada de beisbolcubano.cu