Hace más de setenta años que la empresa Frederick Score Corporation —huelga aclarar su procedencia— nos dejó aquel “regalo” en el corazón del Cerro bullicioso. Tenía treinta mil capacidades (las dos terceras partes de glorieta), carapacho de hormigón y techumbres de acero.

¡Un parque de pelota! ¡Un templo nuevo para gritar bolas y strikes, jonrones y fildeos!

Más moderno que La Tropical, su antecesor directo, el Gran Stadium de La Habana fue inaugurado el 26 de octubre de 1946. A partir de esa tarde ha sido, inevitablemente, el corazón del béisbol insular. Algo así —líbreme Dios del sacrilegio— como nuestro Camp Nou, nuestro United Center, nuestro Fenway…

Todo empezó con un partido de Almendares contra Cienfuegos. Aquello fue el pistoletazo de salida de la larga carrera del más admirable escenario del vernáculo cubano. Sus tablas han acogido desde Copas del Mundo hasta Intercontinentales, desde Centroamericanos hasta Panamericanos y desde Series del Caribe hasta topes contra profesionales de Estados Unidos, México, Japón y Venezuela.

Por allí, ante masivas asistencias, pasó Martín Dihigo, aquel negro que solo era un equipo. A su montículo se encaramó el viejo Marrero, con la recta que parecía un cambio, y Camilo Pascual, con la curva que parecía un arcoíris. En sus paradas cortas ofreció recitales el señor Willy Miranda, y allí batearon Rocky Nelson y Joe Cronin, cuya placa reluce en Cooperstown.

Estadio Latinoamericano
Ilustración: Javier Guillén

Multifacético, acogió infinidad de espectáculos como rodeos y bailables populares e, incluso, varias exhibiciones de boxeo entre las que descuella la pelea de Joe Louis contra Omelio Agramante. A su terreno saltó un día José Antonio, y en su terreno empataron a un gol la Juventud Asturiana y el Atlético de Madrid.

Después no fue más el Gran Stadium, se le llamó Latinoamericano y, sin tanto protocolo, pasó a ser conocido popularmente como Latino. Bajo ese nombre recibió visitas de ilustres como Barry Bonds, Frank Thomas, Mark McGwire, Jason Giambi, Joe Carter, y conoció al Niño Linares, a Vinent, a Cheíto, a Pedro Chávez…

Una vez, por el año 86, casi se viene abajo luego de un batazo de Marquetti, pero no sucedió porque era fuerte, grande y amado. Pasó el tiempo. Hubo una crisis económica, y hubo una crisis de atención.

Al estadio se le abrió un hueco penoso en la cubierta de la grada, se le murió Armandito el Tintorero, le escasearon las luces y, progresivamente, el talento se fue diluyendo como el agua en el agua.

Hay quien no quiere verlo, ya se sabe, el peor de los ciegos. Sin embargo, es un hecho que el glorioso teatro de Zequeira 312 pasó de maravilla a sombra, y que solo la buena memoria le respeta su espacio en el alma de la gente.

Donde antes guerreaban a muerte Industriales y Santiago, hoy apenas se entrecruzan ingenuas espaditas de corcho. ¡Ah, la nostalgia…! Al final, queda claro que lo de Ruperto —personaje de Vivir del cuento— es solo eso: puro cuento.

Si de veras Ruperto se hubiera despertado tres décadas después del pelotazo, la siguiente visita al Latino le habría costado un infarto tan masivo como las asistencias que antaño repletaban sus gradas.